El corredor
- Pablo A. Fernández
- 26 abr 2019
- 11 Min. de lectura
Cinco kilómetros y aún faltaba el regreso. La remera de Juan se le pegaba al torso sudado y gruesas gotas caían de su frente. Los frutos de la vida sedentaria se sacudían como gelatina en cada movimiento. El atardecer de verano era de un calor agobiante, pero correr por la colectora Oeste junto a los pinos, después de tantos años de falta de ejercicio, sintiendo el sudor frío en la espalda y la brisa en el rostro, era un respiro triunfal. El cielo cubierto de nubes había adquirido un amarillo brillante, dando paso al rosado y luego a un gris que auguraba tormenta. Juan tragó un bicho y escupió al asfalto repetidas veces, sin dejar de correr. Adelante, un puente que cruzaba la Panamericana marcaba el límite del trayecto. El corredor aceleró la marcha, con la vista fija en el punto que se había propuesto alcanzar a diario. Un último esfuerzo y llegó al puente, donde el tráfico escaso rugía con suavidad; el lugar era pacífico contrastado con el centro de Alberti, donde Juan vivía. Se detuvo en el pasto al costado de la colectora, y apoyándose en un cartel que marcaba la velocidad máxima comenzó a estirar los gemelos. Un relámpago alumbró el cielo del otro lado de la Panamericana. Dos segundos después, el estruendo del trueno. La tormenta estaba cerca. Juan aceleró su proceso de elongación, pensando en que no tenía ganas de llegar empapado a su casa, y en el cansancio que tendría al otro día al levantarse para ir a trabajar. No era sencillo correr a diario y cumplir con la obligación de ser gerente en el concesionario de BMW de Pilar, pero los kilos de más ya le resultaban molestos, y hasta Laura, su bellísima secretaria, le había aconsejado hacer un poco de ejercicio. La soltería se hacía pesada a los cuarenta y cinco años, y Juan se había fijado en Laura como una posible novia, aunque ella era veinte años menor. Sólo le faltaba ganar seguridad bajando unos kilos e invitarla a salir. Como decía su amigo Ricardo, “el no ya lo tenés, no perdés nada”. Después de probar sitios webs y aplicaciones para citas, y de fracasar en el intento, quería experimentar algo real. Veía a Laura como un desafío, un ideal de chica a conquistar. Juan suspiró y comenzó a estirar los músculos de sus muslos.
Un trueno inundó de claridad la noche, dando la bienvenida al aguacero. De repente, Juan vio a un sujeto que miraba hacia él desde puente, apoyado en la baranda que protegía a los peatones que cruzaban por allí. Su corazón se heló al instante al ver las facciones del hombre. Era idéntico a él, aunque con expresión suelta y burlona, y en lugar de llevar ropa deportiva, usaba jeans y una remera blanca. El estupor se apoderó de Juan, hasta que la curiosidad lo disipó, autoritaria.
—Ey—dijo el corredor con un hilo ronco de voz, aclaró su garganta pero no supo que agregar, así que comenzó a caminar hacia su misterioso doble, quien sonreía incólume bajo la lluvia. Esto no puede ser real, pensó Juan.
—Tan real como la muerte—dijo el doble levantando las cejas y con una sonrisa torva.
¿Cómo? ¿Acaba de…?
Juan se detuvo estupefacto, antes de comenzar a subir el puente. El hombre de jeans se acercó a él caminando con parsimonia. No podía ser cierto, debía ser una pesadilla, o una alucinación, pensó el corredor. O estoy volviéndome loco. Como una corriente eléctrica, el terror recorrió su cuerpo. Esto no está bien.
Sin detenerse a pensarlo, Juan dio media vuelta y huyó corriendo, al tiempo de la sinfonía estruendosa de la tormenta. Corrió con todas sus fuerzas, al máximo de su capacidad, sintiendo un escalofrío en la nuca, de donde temía que su doble lo atrapara con frías manos de muerte. Miró por encima de su hombro izquierdo sin dejar de correr. El hombre de jeans no estaba allí, ni tampoco a lo lejos en el puente, a simple vista.
Cerró la puerta de su casa detrás de sí, ahogando el sonido de un rayo y el siseo de la lluvia. Con manos temblorosas encendió la luz de la sala de estar. Caminó de aquí a allá por las habitaciones, sin saber qué hacer, repitiendo en su mente los sucesos terroríficos, analizando las distintas posibilidades. Su corazón tardó media hora en recuperar su ritmo habitual. Esa noche no logró conciliar el sueño, sobresaltándose con los ruidos de ramas de árboles tocando el techo y las sombras que se proyectaban en las paredes de su cuarto con la luz de los relámpagos.
En la oficina, con dos bolsas oscuras colgando de sus ojos, rascando de tanto en tanto su cabeza, Juan buscaba en internet información acerca de dobles. Tenía trabajo que realizar y los vendedores de autos a su cargo se acercaban a él para consultas, pero al cabo de dos horas de jornada laboral cerró la puerta de su oficina con llave, con el aviso a Laura de que tenía una cosa muy importante que resolver. En la web encontró escasa información que en parte coincidía con lo que le había sucedido. Estaba el caso de Goethe, que en una caminata se había topado con un doble de él mismo andando a caballo y vestido con distinta ropa. Varios años después Goethe paseaba a caballo por el mismo lugar donde el extraño encuentro había ocurrido y se dio cuenta de que llevaba la misma vestimenta que el doble visto en el pasado. También Abraham Lincoln frente al espejo, junto a su reflejo verdadero vio a su doble. Una profesora atemorizaba sin quererlo a sus alumnos, porque en medio de las clases se presentaba su doble y la imitaba con sonrisas burlonas. Este fenómeno era llamado doppelgänger, vocablo alemán que según leyó significa “doble andador”. En otras regiones lo llamaban fetch, y era asociado con augurio de muerte. Existía una explicación científica, al menos para los casos que nadie más veía el doble. La heautoscopia, un síntoma de esquizofrenia o epilepsia. Juan volvió a temer por su salud mental al leer sobre ello.
Ninguna de las posibilidades era alentadora, y el terror sufrido la noche anterior le daba mala espina. Tenía el criterio de que nada que causara terror a un adulto podía ser bueno o inofensivo. La necesidad de contarlo crecía minuto a minuto, junto con la vergüenza.
¿Y si me toman por loco?
Pensó en relatar lo sucedido a su amigo Ricardo.
Él no le contaría a nadie.
Diez años de amistad le daban la confianza suficiente. Decidió no correr esa tarde y visitarlo. De todas formas, la posibilidad salir a correr y volver a encontrase con su doble le erizaba los pelos de la nuca.
El atardecer era agradable, con viento del sur que apaleaba el calor. En el porche de la casa de Ricardo, mirando los autos que pasaban por la transitada Avenida Fructuoso Díaz en Garín, los dos amigos bebían cerveza en lata. Juan contó lo sucedido y tras una reflexiva pausa, con las manos entrelazadas junto a la barbilla, Ricardo tomó la palabra:
—No tengo la menor idea de qué corno viste ayer. Pero loco no estás, amigo. Hay muchas cosas que no tienen explicación. Mirá, yo una vez sentí un viento fuerte, con sonido y todo, que duró no sé… un segundo, estando en mi casa con las puertas y ventanas cerradas. Y me han contado mil veces historias raras. Mi tía a veces veía por la ventana llegar a mi tío del trabajo, pero antes de que llegue. Decía que era una premonición. ¿Quién sabe?
Juan suspiró aliviado, descartando de momento la posibilidad de estar perdiendo la razón. Su amigo no era psicólogo, pero lo conocía mejor que su propia familia. Ricardo volvió a hablar.
—Mirá. Capaz, casi seguro te diría, que nunca más en la vida te vuelva a pasar eso. Vos quedate tranquilo. Hay un millón de cosas que no entendemos, que no sabemos, que capaz ni siquiera son reales.
Pero fue tan real, pensó Juan. Real como la muerte.
Despertó al día siguiente con la música de su celular, una versión de “Summertime”, de Gershwin. El sueño había sido reparador, y se encontró con ánimo de ir al trabajo. No pensó en el tenebroso encuentro hasta mitad de la mañana después del segundo café, pero se esforzó en distraerse con sus tareas. Después del horario del almuerzo, abriendo los correos electrónicos en su oficina el pensamiento volvió, como un visitante molesto golpeando la puerta de la conciencia. Esta vez Juan no logró desviar la atención hacia otra cosa, y finas gotas de sudor salpicaron su frente. La sonrisa burlona del doble se imponía en su imaginación, atemorizante.
Real como la muerte.
Cerró los ojos con fuerza, intentando destruir el pensamiento que se enquistaba en su mente. Tomó su cabello con ambas manos, tironeándolo, con respiración agitada. El hombre de jean se acercaba a él, extendiendo manos que imaginó férreas y gélidas, manos reales como la muerte.
—Juan, ¿Estás bien? —dijo una dulce voz.
Era Laura, con una carpeta apretada en el pecho, un elegante peinado alto, blusa roja y falda gris larga hasta las rodillas. Su semblante dejaba ver sincera preocupación.
—Ah, sí, sí. No pasa nada, es que tengo mucho trabajo, hay algunos papeles que no están bien, llegó un nuevo aumento de luz… varias cosas—mintió Juan, intentando recobrar la compostura.
—No le vendría nada mal un descanso, una distracción.
El hombre de Jean sonrió en su mente. Juan intentó desviar la terrorífica imagen.
—¿Qué te parece si salimos? —dijo Juan en un impulso—No como una cita, claro. Como dijiste vos, una distracción.
Laura se quedó mirándolo, pensativa. Juan se sintió avergonzado y dijo:
—No me hagas caso, seguro que tenés muchas cosas que hacer, no pasa nada.
—Me encantaría salir un día—dijo Laura con una radiante sonrisa.
La respuesta tomó por sorpresa a Juan y la euforia desplazó el terror causado por el pensamiento del doble. Quedaron en salir al otro día, el viernes, a cenar en un restaurante de Pilar.
Escribiendo con manos temblorosas por la emoción, Juan le contó por el chat de Facebook la noticia a Ricardo. Su amigo lo felicitó, con emojis de aplausos y caras sonrientes. Hablaron por un rato, y luego Juan volvió a sus tareas.
El día de la cita, aunque ya se había bañado por la mañana, Juan se duchó al llegar del trabajo. Después de dos días de tregua, el calor intenso había regresado y Juan no quiso arriesgarse a tener olor a sudor en su encuentro con Laura. Se perfumó con abundante Aqua Di Colbert, comió un snack para matar la ansiedad, que subía y bajaba de su estómago como un nene inquieto y caprichoso. Se cepilló los dientes y se enjuagó con Listerine. El restaurante era informal, por lo que eligió un jean y una camisa a cuadros. Al mirarse en el espejo no le gustó como le quedaba la camisa, porque se le notaba la flacidez del pecho y la panza, por lo que se puso una remera debajo metiéndola en su pantalón. Abrochó los botones, dejando sueltos los dos primeros y sonrió satisfecho ante el reflejo. Por un momento se sintió observado, pero desechó la idea y miró el reloj. Ocho menos veinte. Tenía que pasar a buscar a Laura por Del Viso donde ella vivía y a esa hora el tránsito podía llegar a causar embotellamientos. Tomó la llave del auto, pensando en que si llegaba temprano daría vueltas cerca de la casa de la secretaria hasta las ocho menos cinco.
Juan condujo el reluciente BMW negro que la empresa le prestaba, nervioso. Tenía que pasar debajo del puente en el que había experimentado el inexplicable encuentro. Sus latidos se aceleraron. La curiosidad le hizo mirar en busca del doble entrecerrando los ojos, con temor a verlo allí parado con la sonrisa burlona. Se relajó al ver que no había nadie.
Los autos fluían por la ruta Panamericana, sin contratiempos, a excepción de algunos camiones que no respetaban su carril y ralentizaban la circulación.
Llegó al barrio de Laura y dio vueltas cinco minutos, para ser puntual y no parecer desesperado. Frenó en la puerta de la casa de su secretaria, se apeó del BMW y tocó timbre. En el amplio jardín frontal, decorado con rosales prolijos y arbustos, apareció un caniche toy ladrando con insistencia. Juan lo observó, incómodo, y tocó el timbre. A los dos minutos, Laura se asomó por la ventana. Se la veía ansiosa y producida.
—¡Hola! Ya voy, aguardame un segundito y ya salgo.
—Hola, está bien, dale. Te espero, no hay problema.
Laura se perdió de vista, y apareció una señora mayor, que Juan supuso sería la madre, quien saludó con sonrisa pícara a través de la ventana.
La espera se hizo más larga que “un segundito”, pero a Juan no le molestó, aunque se puso a pensar si era sólo una salida amistosa y si la joven estaba interesada en él o en su puesto de trabajo. Conocía muchas historias de hombres que arrasaban conquistando mujeres, debido a que sus cargos eran o parecían importantes. Había algo en cierta clase de chicas que se acercaba a los “hombres con autoridad”, pensó. Al ver salir a Laura, con un vestido sencillo pero bello, luciendo su impactante sonrisa y un brillo de alegría en la mirada, descartó todo pensamiento negativo.
Llegaron al restaurante “Lo de Emilia” y aparcaron cerca de un farol, junto a un pino. El ambiente era familiar y modesto. Durante la cena conversaron y rieron. Laura parecía interesada en Juan. Lo miraba fijo a los ojos, con un destello danzante. De a ratos se sonrojaba y jugaba con el cabello. Hermosa y sencilla, pensó Juan. Después de haber compartido un postre helado que acompañaron con dos cafés, Juan pidió la cuenta escribiendo en el aire una vez que logró hacer contacto visual con el mozo. Pagó él, sintiéndose caballero, y caminaron hacia el estacionamiento platicando entre risas.
El incómodo momento del saludo frente a la casa de Laura, bajo el bombardeo de pensamientos sobre besarla o no, acabó con ella dándole un sorpresivo beso en la comisura de la boca. Ambos se miraron sonrientes y quedaron en volver a salir. Juan esperó a que ella entrara en la casa, la saludó con la mano y se marchó.
En el camino llamó a Ricardo por celular y activó la opción de manos libres, para dejar el teléfono en su regazo mientras conducía.
—Amigo, ¿cómo te fue con Laurita?
Juan sintió como los músculos de su cara formaban una estúpida sonrisa de enamorado.
—Bien, perfecto. Fue la mejor noche que pasé. Lejos. Y quedamos en volver a salir.
El BMW se abría paso entre el escaso tránsito nocturno, bajo el cielo estrellado de la noche de verano.—¡Qué grande! Eso te va a hacer b…—ruido de estática interrumpió la frase—. Porque yo sé que p…—más ruido.
Algo raro pasaba con la comunicación. La pantalla del celular se veía bien, pero no se escuchaba más que interferencia y estática. Juan tomó el teléfono, cortó, volvió a llamar y apretó el botón para poner manos libres. Cuando intentó dejar el celular en su regazo, este se cayó al suelo, cerca de los pedales. En un rápido movimiento lo recogió. Cuando volvió a incorporarse, sintió un fuerte ruido seco en el capó de su auto y un grito de terror. Un punzante escalofrío recorrió la espina dorsal de Juan. Frenó en la banquina y se bajó del auto. Diez metros atrás, una motocicleta destrozada y un cuerpo inmóvil. Corrió hacia el motociclista, aterrorizado. Un charco de sangre formaba una aureola bajo la cabeza del hombre, que con la mirada fija en el cielo temblaba y balbuceaba pidiendo ayuda. También sangraba en una de sus piernas, donde habría recibido el impacto. El corazón de Juan perdió un latido. Se quedó paralizado un instante y luego miró a su alrededor para ver si un auto se detenía, pero los pocos que pasaron no detuvieron la marcha. Juan se quitó la camisa y la puso con cuidado en un costado de la cabeza del hombre, haciendo presión.
—Esperá acá, voy a buscar ayuda—dijo con voz trémula, sin darse cuenta que el motociclista no iría a ninguna parte.
Se levantó y se dispuso a buscar el celular para llamar al 911, cuando algo sobre la colectora llamó su atención. Un corredor estiraba los músculos de los muslos junto a un cartel de velocidad máxima, a metros del puente que cruzaba la Panamericana. Un hielo recorrió la espalda de Juan, y luego el terror, como electricidad zumbando en cables de alta tensión. Se trataba del doble.
Real como la muerte.
El corredor lo miró con una sonrisa burlona, que luego Juan recordaría el resto de su triste vida, se alejó en dirección al puente y se perdió de vista. Juan salió del trance terrorífico y buscó el teléfono.
Mientras esperaba la ambulancia notó que llevaba remera blanca y jeans. El motociclista lanzó un sonido gutural, ahogado por la sangre que se acumulaba en su boca y expiró.
Pablo A. Fernández

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