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Incidente en el Aula 6

  • Foto del escritor: Pablo A. Fernández
    Pablo A. Fernández
  • 16 abr 2019
  • 4 Min. de lectura

En la inmensa Aula 6 de la Universidad de las Nubes, el profesor Cerdo McJohnson disertaba sobre las desgracias del extinto patriarcado. “Cerdo” era el nombre que eligió tras convertirse en vegano militante en invierno del año anterior. McJohnson era su apellido materno. En realidad se llamaba Juan Cruz García, pero ese nombre ya no le agradaba.

El lugar estaba lleno de estudiantes y animales de campo. Y Senadores Automáticos. Estos, robots de última generación, analizaban los comentarios de los alumnos, los ruidos de los animales y las enseñanzas de los docentes para convertirlos en LVP (La Voz del Pueblo): Una mezcla de todo, a veces ininteligible, a veces absurda, siempre manipulada por poderes ocultos que insertaban nuevos datos en los sistemas. En la última sesión del Honorable Senado de la Nación, se había tratado un proyecto para bajar la edad de imputabilidad de los delincuentes. Los Senadores Automáticos lanzaron opiniones, falacias, mugidos, relinchos, insultos y flatulencias durante veinticuatro horas. Al finalizar la sesión, la edad de imputabilidad permaneció en veintiún años gregorianos (es decir, dos decenas más uno del calendario gregoriano, sin tener en cuenta la percepciones subjetivas del tiempo).

Los estudiantes apuntaban las ideas interesantes de Cerdo McJohnson, grabando la clase entera en sus tablets.

—Es por eso que yo les digo que no hay razón alguna de tener en cuenta las diferentes ideas del período pre-matriarcal, porque todo estaba infectado por el patriarcado, a excepción de los movimientos auto convocados de las minorías oprimidas.

Afuera cantó un grillo. Un alumno levantó la mano. El profesor Cerdo le indicó con la barbilla que le cedía la palabra.

—Profesor, entiendo todo lo que dice. Lo que estuve pensando estos últimos días es lo siguiente. Si una cosa es válida hoy y mañana no lo es, como pasó con el pensamiento judeocristiano de la sociedad patriarcal, ¿Qué me dice que lo de hoy es lo verdadero, si mañana puede cambiar?

McJohnson abrió los ojos con sorpresa. Su pulso y su respiración se aceleraron. Los alumnos murmuraban entre sí. Una gallina defecó sobre el zapato de un travesti asiático.

—Entiendo—dijo Cerdo, intentando sonar calmo—. ¿Cómo es tu nombre?

—Ariel Carrizo.

—Entiendo tu postura, Ariel. Pero no es más que eso, una postura. Hoy sabemos que mañana no va a cambiar lo que conseguimos, porque si algo hará el pensamiento es, en todo caso, avanzar más a favor de los derechos de las animalas y los animales, las mujeres, los pedófilos, los zoófilos, y las demás minorías. ¿Se entiende?

El alumno pensó un instante.

—No estoy de acuerdo. ¿Cómo podemos saber si estamos yendo por el camino correcto? ¿Cuál es el camino correcto? Antes se pensaba que la zoofilia estaba mal y ahora no. Pero, ¿y si realmente está mal? ¿Si hay una Ley, con mayúscula, en la naturaleza y es por eso que pese a los intentos de los científicos, las personas no pueden tener hijos con animales?

Sobre las dos últimas sílabas sonó una sirena. Los colores grises y ocres del Aula 6 se tornaron rojizos. Un corpulento guardia vestido de cuero, con lentes oscuros y labios pintados de rojo irrumpió en el aula con un león sostenido por una cadena. Los estudiantes corearon consignas de muerte.

Ariel Carrizo se levantó y miró a su alrededor buscando una salida. Las persianas eléctricas de hierro taparon las ventanas de un golpe. El guardia se acercaba con el león rugiente, esforzándose por no soltar la cadena.

El profesor Cerdo tomó la palabra.

—Tenés dos opciones, Ariel. Ya no se toleran tus pensamientos fascistas acá. O pasás a ser comida del león, o aceptás el tratamiento.

Las mejillas del estudiante goteaban sudor. Su mirada, tensa como una cuerda de violín.

—¡No es justo, Cerdo! —gritó cerrando los puños—¡Lo unico que hice fue pensar!

El león avanzó con fuerza y el ruido metálico de la cadena se mezcló con un fuerte rugido. El guardia se deslizó treinta centímetros hacia adelante por la fuerza del animal, y tomó la cadena con ambas manos para evitar perderla.

—Lo justo es lo que determinó el Estado, no lo que te parece a vos. ¿León o tratamiento?

Un caballo relinchó en el aula. Los gritos de violencia del alumnado incrementaron su volumen.

—¡No, no, no! —gritó Ariel, cuando el león se acercó a diez centímetros de él. De las fauces del animal, afiladas estacas buscaban su presa.

La tensión en el aire era insoportable. El profesor habló, con arrogancia.

—¿Tratamiento o León?

—¡Tratamiento! ¡Tratamiento! ¡Tratamiento! —gritó Ariel.

Las luces del aula volvieron a la normalidad. El guardia intentó volver hacia atrás con el león, pero éste se abalanzó sobre él, devorándole la mitad de la cara de un solo mordisco. Una chica con corte y ropa de varón gritó como una niña.

El pánico se apoderó del aula. Nadie se atrevió a intentar reducir al león. Todos los alumnos y el profesor corrieron hacia la salida, mientras el animal devoraba al guardia entre rugidos y los animales de campo emitían sonidos salvajes.

Ariel Carrizo fue sometido al tratamiento, encerrado por un mes en una hermética habitación de la Universidad de las Nubes. Fue alimentado con hamburguesas y gaseosas que un voluntario le alcanzaba dos veces al día. El estudiante confinado no lo sabía, pero cada día le suministraban una dosis de diferentes drogas alucinógenas y hormonas femeninas. Las heces y la orina no eran limpiadas. Cuando el tratamiento terminó, dos voluntarios lo despidieron con palmadas en la espalda. Y el mismo profesor Cerdo se presentó con actitud altiva, y un pañuelo en la cara para soportar el hedor.

—Muy bien, Ariel. Ahora sí. Podés retirarte.

La mirada de Ariel, nublada y perdida, buscó un camino a seguir.

—Profesor Cerdo, quiero agradecerle por este tratamiento. Me ha abierto la mente. Ahora veo con claridad. En señal de gratitud, quiero darle algo.

El docente se desconcertó. Los voluntarios estaban demasiado ocupados viendo un video porno en el celular y alejándose de la pestilencia de un mes de excrementos y orina.

Entre alaridos desaforados, el estudiante se abalanzó sobre Cerdo. Con mordiscos frenéticos, Ariel Carrizo arrancó un pedazo de nariz al profesor Cerdo y corrió por el pasillo, escapando de un salto por una ventana luminosa.


Pablo A. Fernández

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