Postal de un día gris
- Pablo A. Fernández

- 18 abr 2019
- 2 Min. de lectura
Un local junto a otro, una hilera de esperanzas. La gente pasa nerviosa, apurada, riendo, discutiendo, deprimida, eufórica; en autos, motos o caminando por la vereda. La tarde es húmeda y pegajosa. El bocinazo de un joven altera a un anciano malhumorado, y tras un breve intercambio de insultos cada uno sigue su camino.
En la vereda de un local de comidas, un hombre de barba y su hija de cinco años están sentados. Dibujan con tizas de colores sobre las baldosas grises. Conejos, autos, corazones, familias, barriletes y unicornios, cada uno duplicado: la versión del papá y la versión de la hija. El conejo del papá, caricaturesco y de trazos decididos, sonríe como buscando aprobación; el de la niña tiene los dientes desparejos, y la mirada graciosa, pura, que arranca una sonrisa al verlo. El auto del papá, casi una réplica exacta de un sedán; el de la niña, con ruedas que se salen del chasis, trazos que se superponen y el caño de escape humeando como una chimenea. El corazón del papá, de perfectas proporciones, pero triste; el de la niña, desparejo y alargado, pero transmite amor, luz, inocencia e ilusiones que fluyen como el viento del oeste, que trajo nubes de tormenta. La vereda decorada de desilusiones y esperanzas, de hastío y de alegría, con tizas rosa, verde, azul, roja y blanca. Dos miradas, dos almas en un mismo mundo que es tortuoso para uno, perfecto para otra.
El primer relámpago sobresalta a la niña. El hombre ya había escuchado cientos iguales. Dos minutos después, la lluvia riega la ciudad, los transeúntes se refugian en los toldos o en un bar. El padre y la niña entran de la mano al local de comidas que él intenta sacar adelante, mientras el agua desdibuja los trazos de ambos.
Pablo A. Fernández




Comentarios