Mente abierta
- Pablo A. Fernández
- 30 mar 2019
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 9 abr 2019
Desde hacía meses, los spots de campaña se sucedían uno tras otro en los medios de comunicación, interrumpidos sólo por anuncios de productos innecesarios (con innecesario contenido erótico). Cada candidato tenía una propuesta diferente. Había uno que prometía legalizar la pedofilia si ganaba, otro que permitiría matar delincuentes sin que el asesino obtuviera por ello condena alguna, otro que proponía el fin de la corrupción y el comienzo de una era dorada en Argentina (este era un empresario corrupto). Todos tenían en común el uso del lenguaje inclusivo, que después del embate de la RAE, había conseguido abrirse paso gracias al Decreto de Necesidad y Urgencia del primer presidente transexual del país (pero no del mundo), quien obligó a las escuelas, medios de comunicación y a todo aquel que publicara algo, a reemplazar, por ejemplo, la palabra chicos por chiques. Mil quinientas cincuenta y dos personas fueron encarceladas por negarse a aplicar esto en las escuelas, y doscientas cincuenta mil recibieron severas multas. El año del decreto fue también el de la quema de libros clásicos, aquellos que habían sido escritos “bajo la tiranía del patriarcado machista”.
La mayoría de las casas y edificios públicos estaban pintados del reglamentario violeta, o en su defecto de gris o blanco. Ya hacía dos años de la prohibición de monumentos machistas y/o fálicos, por lo que en la Avenida Corrientes 1051 el obelisco había sido sustituido por “El cubo de la inclusión”, un mamarracho de diez metros de altura con dibujitos deformes de hombres con hombres, mujeres con mujeres y hombres con perros, decorado con corazones de luces LED violeta. En Retiro, el monumento al General San Martín y a los Ejércitos de la Independencia era parte de la Historia. Ahora se veía allí un gato gigante con dos colas.
Las iglesias funcionaban “en las catacumbas”. La religión cristiana ya no era legal, por ser machista, homofóbica, fascista y no-inclusiva. Aunque no salía en los medios de comunicación, más de ochocientos cristianos se encontraban recluidos en el Centro de Reprogramación Para Sacerdotes, Pastores y Laiques, ubicado en la gélida Santa Claus (ex Santa Cruz), donde eran sometidos a clases de Inclusión, Aceptación De La Verdad De Cada Une, NRU (Nueva Religión Universal) y trabajos forzados.
La NRU agrupaba creencias de oriente y occidente, y su cosmovisión quedaba a criterio de cada uno, teniendo para elegir entre: “Pachamama/Gaia es la fuente de toda vida”, “El Universo conspira a según lo que te propongas”, y varias ramas de brujería. Todos los candidatos a presidente eran adeptos de la NRU, cuyo pastor supremo se encontraba en la antigua Sede de Roma, que había sido usurpada tras el asesinato del sucesor del Papa Francisco.
Los hombres ya no miraban a las mujeres a los ojos, para evitar denuncias de abuso, salvo dentro del ámbito familiar. La definición de familia fue modificada en todos los diccionarios aprobados por le Estade (así llamaban al Estado). Ahora era “grupo de persona y persona, o persona con animal, o persona sola que se auto percibe como más de una persona”.
Por las tardes, cada plaza del país emitía hologramas con videos que educaban sobre género y logros obtenidos hasta el momento. El Ministro de Educación, autor de la iniciativa, explicó que este programa tenía el fin de “nunca más volver a los tabúes, ni a la moral fascista del pasado”. El Ministro no conocía, por supuesto, el significado de la palabra fascista.
Las escuelas de música enseñaban a tocar instrumentos autóctonos de percusión, dejando en el olvido toda armonía y melodía. Según los especialistas, el ritmo era “lo que salía del corazón” y, salvo raras excepciones, todo el resto era una imposición de la antigua Europa, con la Iglesia Católica a la cabeza.
Las tentativas violentas de rebelión al sistema eran sofocadas con dos medidas que le Estade implementaba, gracias a los permisos otorgados por la ONU. Una consistía en la prevención: vigilar con drones que recorrían todo el país, escuchar las conversaciones captándolas mediante los aparatos electrónicos (aunque estos estuvieran apagados), monitorear las búsquedas por internet y formar cuadros, capaces de reconocer ideas de facho, homofóbico, transfóbico (etc.), para reprimir al instante al inadaptado social (el uso de la violencia física estaba permitido en estos casos). La otra medida implementada era la prisión perpetua. Las cárceles estaban casi vacías de verdaderos delincuentes, gracias a los jueces garantistas y al cambio de paradigma.
La única rebelión que nadie podía impedir, era la del pensamiento. Cientos de personas se negaban a aceptar el perverso sistema, y se limitaban a cumplir con lo aparente, mientras que en su fuero interno conservaban intacto el sentido común.
Dos años atrás, le Estade había abolido los Documentos Nacionales de Identidad, los Pasaportes y los Registros para conducir, unificándolos en un diminuto chip colocado en el antebrazo de los ciudadanos. Todo pago y trámite se realizaba con este artefacto. Hubo personas que se negaron a colocarse el chip, y para esto le Estade no había elaborado un castigo, pues era suficiente condena el intentar sobrevivir sin tener celular, sin poder comprar, ni vender, ni asistir al médico en caso de enfermedad. Tenían que conformarse con comer de las sobras ajenas, o realizar trabajos informales a cambio de comida. Era gente pacífica, sin intentos de golpe de Estado en su historial, que contrastaba con el resto por el mal olor y la ropa andrajosa, como leprosos.
El día de la elección presidencial llegó. Fue un domingo soleado, sin ningún atisbo de lo que luego sucedería.
Los votantes estaban alegres de cumplir con su deber cívico, como les habían enseñado en las escuelas. La forma de realizar el voto era sencilla. Se podía votar desde el celular o la computadora, utilizando bluetooth y el chip implantado en el antebrazo. Luego, sólo había que esperar que llegaran las tres de la tarde, donde se daban los resultados definitivos de los comicios. Según las últimas encuestas, el de la pedofilia estaba cabeza a cabeza con otro candidato, un drogadicto que no consideraba personas a las bebés hasta el año de nacidos. Detrás de ellos, una actriz porno peleaba por ganar la mayor cantidad de votos y tal vez en la próxima elección penetrar en el Poder Ejecutivo.
Llegaron las tres de la tarde, y el pueblo esperaba el resultado en sus hogares y en las plazas, la mayoría fumando la marihuana que vendían en los centros comerciales. Un degenerado que había abusado de diez chicos, cruzaba los dedos para que ganara su candidato favorito. Una mujer con tatuajes en todo el cuerpo y la cabeza rapada al costado, esperaba que gane “el de matar bebés”. Ella consideraba que las pobres madres que no habían podido abortar, tenían derecho a matar a su prole, de haberse arrepentido de traerla al mundo. En efecto, ganó el drogadicto filicida. La muchedumbre acudió a la Plaza de la Igualdad (ex Plaza de Mayo), aplaudió y vitoreó al nuevo presidente. Varias lágrimas rodaron cuando todos entonaron el Himno a la Democracia, cuya melodía consistía en realidad en la adaptación de un viejo reguetón de Daddy Yankee.
Al mes, el presidente electo asumió su cargo. Esa mañana había consumido hongos alucinógenos, obsequio del Ministro de Salud. Al salir al balcón a saludar al pueblo reunido en la Plaza de la Igualdad, creyó que podía volar, se paró en la baranda de hierro negro y saltó al vacío. El ruido seco del cuerpo estrellándose en la acera dejó enmudecido al pueblo por dos tensos segundos. Una mujer gritó. Luego, el murmullo generalizado y el sonido de una sirena de ambulancia. El equipo médico no pudo ayudar al presidente electo, porque el cerebro se salía de la cabeza de este.
Doscientas treinta y dos personas imitaron el acto suicida, arrojándose por balcones, terrazas y trenes en movimiento.
El vicepresidente ocupó el lugar del difunto, luego de tres días de asueto.
Pablo A. Fernández

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