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Primerísimo primer plano

  • Foto del escritor: Pablo A. Fernández
    Pablo A. Fernández
  • 8 abr 2019
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 9 abr 2019

Tiró de la frazada, tapándose la cabeza y oscureciendo todo el mundo alrededor. Escuchó su respiración, un sonido breve y apagado contra la gruesa tela. Junto a ella, su marido roncaba despacio. El invierno es crudo, pensó. Con los ojos cerrados, pensamientos disparatados pasaron por su mente, como zapping en la televisión. Comenzaba a encenderse la maquinaria de los sueños. De súbito una imagen grotesca, un primerísimo primer plano, la paralizó. Era ella misma pero no como se veía cada día, sino como realmente era. No supo cómo, pero de alguna manera comprendió que esa imagen, esa mujer un poco deforme según el canon de belleza que siempre conoció, era la verdadera ella. Los colores causaban espanto, y un sutil sonido de fondo, como animales nocturnos en la lejanía, agregaba aterrador realismo. Despertó sin aliento, quitándose la frazada de encima con un manotazo y con ese movimiento interrumpió el descanso de su marido.

—Amor, ¿qué pasa? —dijo él.

Ella dudó si contarle o no, pero supo en su interior que si lo hacía toda la farsa de su vida quedaría al descubierto. Ya nada tendría sentido, ni la vida, ni el amor, ni las palabras dulces en una tarde de verano, ni los hijos creciendo y descubriendo el mundo, ni las obras de arte más excelsas, ni las melodías más encantadoras de los mejores músicos de la Historia. Si este no es el mundo verdadero, nada de esto tiene sentido, pensó. La imagen verdadera, la verdadera ella, aparecía como un fantasma en sus pensamientos.

—Nada, mi amor. Una pesadilla. No te preocupes.

No quería perder todo lo valioso que había conseguido, ni volverse loca. ¿Y si así es como la gente se vuelve loca?, pensó. Alejándose de la realidad, o conociendo la verdadera realidad, o como sea. Decidió descartar la imagen, junto con el sentimiento de que era real, colocar todas esas cosas en un rincón de la mente y seguir viviendo la vida de siempre, las alegrías y las melancolías, los momentos de tranquilidad y las desesperaciones habituales.

La imagen volvía con insistencia, imponiéndose como la verdad misma.

Esperó a que su marido volviera a roncar y salió de la cama procurando no hacer ruido. Tiritando, se colocó la bata y las pantuflas. Se asomó a la habitación de los niños. Dormían tranquilos. Ella, en cambio, no iba a poder dormir esa noche y lo sabía.

Salió al patio trasero. El aire frío, punzante en el rostro; El vapor de la boca, como neblina fugaz. Apretó la bata más fuerte, cruzó los brazos colocando las manos bajo las axilas y caminó sobre el césped escarchado hasta el banco de madera bajo el ciprés. Sentada allí, levantó la vista al cielo. Multitud de estrellas regaban el cielo, como diminutos diamantes en un paño negro. Deseó un cigarrillo, pero no quiso entrar a buscarlo. El frío se sentía real, lejano a la locura, a la temida abstracción.

Pensó si estaba viviendo fuera de ella misma. Si la locura era la realidad que siempre conoció, y la lucidez era la imagen grotesca que vio esa noche. Esa idea la aterró. Analizó la idea de ser un sueño de esa persona que vio, de la verdadera ella, o de alguien más. O de ser en realidad una persona demasiado estresada por el trajín diario, que estando en duermevela vio una imagen curiosa, producto del cansancio y el subconsciente. Se aferró con todas sus fuerzas a esta última idea, cerró los ojos, suspiró y se levantó para entrar de nuevo a la casa. El frío le dio ganas de orinar.


Al cerrar la puerta detrás de sí, la sensación agradable de calidez la embelesó. Luego de orinar, se lavó la cara, como el paso final de un ritual para dejar atrás la imagen perturbadora. Se secó la cara con una toalla roja y se miró al espejo. Fue entonces que se vio como la verdadera ella.


Pablo A. Fernández


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© 2019 by Pablo A. Fernández

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