Última oportunidad
- Pablo A. Fernández
- 1 abr 2019
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 9 abr 2019
El mar se detuvo. Las gaviotas quedaron suspendidas en el aire, como sostenidas por hilos invisibles, y sus cantos se entremezclaron con el sonido de la última ola y del rugir del viento, formando un extraño y suave acorde sin fin. En la arena, al final de una larga hilera de huellas, el anciano de barba enmarañada frenó de súbito. Hacía diez meses que caminaba por la playa despoblada, con pensamientos confusos y sentimientos encontrados. Soltó el bastón, sacudió la arena de sus pies y clavó la mirada en el horizonte rojizo. Miró a su alrededor; no había nadie allí. Como debía ser.
Lamió sus labios resecos y dijo:
—Heme aquí.
Ninguna respuesta.
—Recorrí todo este camino, ya estoy cansado. Te busco en este momento, sé que estás ahí.
En su pecho, una fe débil, ajada, daba pequeños saltos, como un pajarillo que aún no sabe volar. El remordimiento cruzó su mente y le ató un nudo en la garganta. La carga de una vida, en un único dolor; un peso demasiado grande para cualquier humano.
—No puedo más que esto. Te necesito ahora—gritó, extendiendo sus manos.
Del cielo, un ser vestido de púrpura descendía, sutil. Llevaba el cabello suelto, negro, que ondeaba como si estuviera debajo del océano. Su rostro era delicado, femenino. Llegó al suelo, frente al anciano. Sus ojos eran compasivos y luminosos, un obsequio de esperanza. Se miraron, y el extraño acorde sin fin, mudó algunas de sus notas hacia abajo, formando un envolvente y cálido sonido de paz, como un hermano del silencio.
En el pecho del anciano se hizo presente la certeza de una vida desperdiciada. Un derroche de momentos, desde sus treinta y dos años hasta la actualidad. El bien que había hecho se veía opacado por el egoísmo, la avaricia, la vanidad y vicios ocultos. Ya no podía volver atrás, no podía enmendar sus actos. Al final, la vida llena de placeres, decisiones según el propio parecer, aciertos y errores, no le parecía más que un sucio callejón sin salida.
El ser vestido de púrpura sopló sobre el anciano, y se alejó flotando hasta perderse de vista. Lo que el hombre no pudo con sus propias fuerzas, la salida que buscaba, llegó en un simple hálito. Las culpas comenzaron a caer, como un alud, y en cada lágrima que el anciano derramaba sobre la arena, el nudo de la garganta se iba desatando. Lloró sus años desperdiciados, sus caminos erróneos, su mal obrar. Despreció su ingratitud pasada. Se arrodilló y postró su rostro, con gratitud inmensa. Cantó una alabanza mal recordada, con amor profundo, que ascendió como incienso.
Al acorde envolvente se agregó un sonido que armonizó con él, un continuo pitido, que fue in crescendo hasta abarcar todo lo audible.
En la habitación de un hospital público, el pitido continuo de la máquina de monitoreo arrancó el llanto de una anciana, que con el rosario entrelazado en sus temblorosas y frágiles manos, miraba con compasión al hombre que yacía inerte en la camilla. Un anciano de barba enmarañada con una sutil sonrisa en su rostro.
Pablo A. Fernández

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